El aumento en la expectativa de vida de la población es sin duda uno de los grandes logros de la ciencia médica y del crecimiento económico. Los avances de la medicina han posibilitado tratar enfermedades antes letales, y la expansión de las economías ha aportado los recursos que permiten aprovechar esos avances. Para los sistemas de pensiones, sin embargo, dicho aumento representa un tremendo dolor de cabeza, que no se cura con aspirina, sino con un tratamiento más complejo. Y cuando el aumento se combina con un envejecimiento significativo de la población, se requiere del equivalente a un internamiento en cuidados intensivos.
Sea que las pensiones se paguen con los ahorros acumulados de los propios pensionados, aportados por ellos y sus empleadores, o que sean pagadas por las contribuciones de los que todavía están trabajando, la realidad es la misma. Para poder financiar pensiones acordes con el costo de la vida, los analistas y expertos actuariales advierten que es preciso retrasar la edad de retiro y/o elevar los aportes y contribuciones. Pero lograr que eso sea aceptado por los involucrados no es una tarea fácil. E imponerlo a la fuerza tiene un alto costo político.
Francia es un buen ejemplo. La adición de sólo dos años a la edad de jubilación, de 62 a 64, provocó protestas de gran envergadura, al tener el gobierno que recurrir a facultades especiales que le permitían aplicar el cambio sin la aprobación de la Asamblea Nacional. Aunque fundamentada en proyecciones cuidadosamente elaboradas, la iniciativa se convirtió en un tema político que enfrentó al gobierno centrista de Macron con los sindicatos y con sus rivales de derecha e izquierda.
El empleo potencial del asunto en las lides políticas motiva a muchos gobiernos a posponer decisiones al respecto. El problema, no obstante, no va a desaparecer. Por el contrario, se agravará a medida que se amplía la diferencia entre el costo de las pensiones deseadas y la disponibilidad de fondos con los que sustentarlas.